Precisamente en uno de sus más reconocidos libros había leído aquellas palabras: stat rosa pristina… Desde entones resonaban en su cabeza y se entremezclaban con otras –también extrañas- que nunca había podido descifrar. Junto a estas nuevas claves, figuraban en amarillento papelito, una a una, todas las otras que había ido anotando en cada una de las publicaciones del vetusto profesor: Berriketan, Hitzez, Karrajua, Zibereskola; y aún estas otras: Bertamares, Agirregabiria, Euskaljakintza, Actimoliner, Rosaleda. Sus escasos conocimientos filológicos le impedían si quiera saber en qué lengua estaban escritos aquellos sonoros pero ininteligibles términos. Su frágil memoria de papel le hacía olvidar las palabras de la tribu.
Pero había llegado el momento de poner fin al enigma y tratar de resolverlo. Cogió su pequeña libreta azul y, decidida a tirar de lengua, acudió a la torre de Aníbal; allí encontraría la solución que tanto tiempo llevaba persiguiendo…
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